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El trabajo de Francisco Cortijo Mérida, pintor 1975

Texto publicado en el catálogo de la exposición «Francisco Cortijo. 50 aguafuertes», Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla, 1975

Las líneas progresivas del arte se vienen encontrando con una doble contradicción: su función social presenta graves dificultades intrínsecas en las vertientes de vanguardia formal, y en el área del mercantilismo capitalista, las valencias revolucionarias han sido reconducidas hasta el establecimiento de un consenso de la finalidad última -y después única- de satisfacer necesidades individuales. El artista es así, encadenado al individualismo burgués, se potencian los cambios formales, pues la multiplicidad de tendencias responde, en definitiva, al ofrecimiento de un mayor abanico de opciones compradoras para la élite.

La inmensa mayoría de los artistas que operan en una línea u otra sea de la última, penúltima o antepenúltima vanguardia, se ven aferrados al «caballete», o, en todo caso, a la producción de artefactos susceptibles de ser introducidos en el gran tinglado de la ley de la oferta y la demanda. Así, las tomas de postura sucesivas de los artistas más comprometidos que optan por el cambio formal, pero permaneciendo en el papel que la burguesía les tiene asignado en la máquina de producción de plusvalías, no pasan de ser giros y giros alrededor de la misma rueda de molino, en la que, salvo unos pocos privilegiados, también son ellos mismos exprimidos.

Es conocida la dicotomía de opciones para aquellos artistas que deseen alcanzar la máxima conexión social de su trabajo. El «realismo», surgido en la URSS, como alternativa a la pretendida incomunicabilidad de la revolución formal que acompañó a los primeros años del triunfo bolchevique, viene siendo ampliamente estudiado, en sus dos vertientes, comprendiendo la historicidad del proceso, y analizando las estructuras teóricas realizadas o proyectadas.

Conviene, pues, recordar la importante alternativa de Arvatov, quien, frente a la «renovación formal» y el «realismo», realizados ambos con los instrumentos del lenguaje del arte burgués, propone el «productivismo», un arte sumergido en el proceso productivo, ya que vanguardistas formales y conservadores realistas no pasan de ser lo que Arvatov llama artistas «de caballete» -aun cuando ya no lo utilicen-, supervivientes de la producción artística artesanal preindustrial.

“Las artes plásticas burguesas eran de caballete, se apoyaban en las formas individualistas y estaban destinadas para ser contempladas. Las artes plásticas proletarias, aún por crear, deberán estar estrechamente ligadas a la práctica social y convertirse en un arte desafecto social, en un arte que incite a realizar acciones concretas”.

Es pues una alternativa a construir en el marco de un sistema socialista. No olvidemos las dificultades para que un proyecto tal llegue a tener lugar en áreas de ese carácter; lo que nos dice de las arraigadas valencias individualistas del arte. Evidentemente, además de una cuestión de prioridades, es una cuestión de tiempo, ya que no es cosa de una sola generación la superación de atavismos sensoriales, de comportamientos, de estructura psicológica, de memorias culturales.

En el marco histórico actual de nuestro país, es obligado considerar las reducciones que nuestras características fuerzan a la producción artística. Todo arte da, desde el momento que se produce, testimonio de su historicidad. Tanto las posiciones reaccionarias como las progresivas son históricas: nuestro academicismo, nuestra vanguardia formal, nuestro arte de minorías y nuestro arte de mayor capacidad de comunicación, nuestro arte testimonio de la realidad y nuestro arte de espaldas al entorno en que se produce …, todas son coordenadas definidoras de nuestro panorama, aunque, obviamente, no poseen valores equivalentes.

¿Cuál es el carácter del «realismo social» en el marco del arte actual en un área capitalista como la muestra? Simón Marchan lo ha manifestado claramente: «Los movimientos realistas han gozado de mala prensa hasta fechas muy recientes. A ello han contribuido tanto los prejuicios doctrinales y políticos -imagen del dogmatismo socialista- como la frecuente alianza de estas obras con técnicas lingüísticas gastadas o incluso reaccionarias, ajenas a la evolución de las «vanguardias» y de la realidad social. La recuperación realista ha discurrido paulatina, tímida, plagada de obstáculos, lacerada».

El carácter testimonial es el que, principalmente, daba sentido a las posiciones realistas. Utilizando formas convencionales de lenguaje, con sus mayores extrapolaciones en las relacionadas con la tradición expresionista, se ofrecía la presentación descarnada de las tragedias sociales, los padecimientos del proletariado, el subdesarrollo campesino, la represión política, las miserias de los burgueses, los abusos de los poderosos.

El arte asume un carácter crítico tal, que el lenguaje es plenamente supeditado a lo que con él se pretende. La carga del metalenguaje literario subyacente en esa voluntad dialéctica es siempre alto, dado que la proposición crítica es la base existencial de su realización, y si ésta se efectúa es con la pretensión de hacerlo llegar al máximo número de personas. ¿Cómo proceder a esta máxima comunicación cuantitativa? ¿Cómo intentar establecer desde esta posición una máxima eficacia? Utilizando a ese fin la posibilidad de reproductibilidad de la obra de arte, con lo que se multiplica su valor de exponibilidad. Se asume esta vía, pero coherentemente con la utilización convencional del lenguaje artístico, se plantea la reproductibilidad de la obra por los canales tradicionales, el grabado. No estamos frente al concepto de «superación del arte» planteado por Benjamín, porque no estamos frente a las nuevas posibilidades de reproductibilidad técnica del industrialismo, ni obviamente a un arte sumergido en el proceso productivo conforme a la alternativa de Arvatov. Si usamos un lenguaje convencional, usamos también técnicas convencionales, reconocibles, de reproducción artística.

Esta «retención» del proceso teórico del arte se utiliza para alcanzar una máxima eficacia con el cometido de anunciar el desenmascaramiento de la realidad social y sus conflictos de clase. Pero, ¿es así?, o como dice Marchán, «el simple testimonio del realismo social ya no basta para desvelar causalidades sociales en una época de la información manipulada y de la producción planificada de la falsa conciencia a través de los nuevos medios».
España ofrece un abundante panorama de artistas que han trabajado o trabajan en el marco del realismo social desde la crónica a la crítica. El resurgimiento del movimiento realista tiene su más importante expresión en la aparición del grupo de grabadores bajo la denominación común Estampa Popular.

Con Estampa Popular estamos frente a un subrayado de la capacidad multiplicadora del grabado, al tiempo que se patentiza una actitud despreciativa de la carga individualista de la obra única. Dentro de una cierta diversidad, según Bozal, el expresionismo social era la vertiente más común entre los componentes de Estampa Popular como José Ortega, Ricardo Zamorano, Francisco Cortijo, José Duarte, Aguilera Amate, Cristóbal Aguilar, Cuadrado, Arturo, etc., si bien en otros, como Agustín lbarrola, Alejandro Mesa o María Dapena, el realismo estuviese magnificado con un tratamiento épico, o en Francisco L. Álvarez, matizado de un cierto ingenuísmo.

Estampa Popular es una acción militante. Una alternativa política al trabajo artístico individual en un momento muy concreto y en unas circunstancias asimismo muy peculiares. Estampa Popular es una opción política. Un grito colectivo que desea decir en que trágicas circunstancias se encuentra nuestra realidad. Es un grito dado con un lenguaje artístico representativo que se considera inteligible; y se utiliza la obra seriada, «difundible». Pero ¿es escuchado? Ciertamente que su carga política es detectada inmediatamente por los estamentos del poder, es un dato más en las fichas policíacas de un puñado de españoles. Pero ¿llega el grito a las gentes, al obrero, al campesino? ¿Solivianta? No. Es casi un desgarrado chillido en medio del desierto. He aquí la gran tragedia del arte.

No es posible convertir en un arte de clase un arte burgués en su estructura productiva y perceptiva, por más que exasperemos y llevemos al límite sus posibilidades teóricamente comunicativas. En una sociedad de clase, el arte radicará en el interior de la producción. En una sociedad capitalista no existe un arte proletario, porque el proletariado tiene más urgentes preocupaciones que escuchar un discurso, que, aunque se pretenda vaya dirigido a él, no puede recibirlo como clase, puesto que se produce por canales que la clase obrera ya desconectó por inútiles tanto a su tragedia como a su lucha.

Francisco Cortijo Mérida, pintor, sencillamente pintor, es plenamente consciente de los límites de su trabajo, de los límites de su añejo oficio, de para qué sirve lo que hace. Cortijo sabe utilizar el pincel, el lápiz o el buril, lo ha aprendido y lo practica en sesión continua. ¿Y por qué lo hace? Pues sencillamente porque le da la gana; y véase en la expresión no su aspecto de desfachatez, sino su más estricto sentido literal. Cortijo tiene ganas de pintar, como de comer, de orinar o cualquier otra cosa que surge del interior de uno mismo, de los compuestos, substencias, fluidos, humores, querencias, que cada uno llevamos, en mayor o menor medida y proporción, dentro. Cortijo repite insistentemente, de manera muy gráfica y elocuente, que él pinta por «enfermedad», por «vicio». Y ahí se acaba la historia del sentido de su pintura, de la suya y quizá la de todos y cada uno de los que se definen así, pintores, y lo son realmente.

Entonces, de este modo, comprendemos que, aunque consideremos, desde presupuestos teóricos, que esta forma de hacer arte es atávica, epigonal, existe, está instalada en el castillo individual que aún conservamos los seres de la sociedad que nos ha tocado vivir. Desde esa perspectiva, la actitud cívica, política, del pintor, está al margen de esa consideración. Y no confundamos, por tanto, la pintura de Cortijo con clasificaciones traslúcidas de apriorismos que tiene más que ver con su posición política.

Cortijo hace su trabajo como lo hace, porque vitalmente ha aprendido a hacerlo así, y le gusta cómo queda, le gusta a él -exclusivamente esa es la motivación-; si luego le gusta a algún amigo o a algún enemigo, pues miel sobre hojuelas, pero miel sobre hojuelas para el espectador, que a Cortijo pintor, resobra con su propia «enfermedad»; pero ¿le basta?

Lo mismo que pinta cuadros, Cortijo hace muñecos y cacharros de cerámica, y hace grabados, montones de grabados, hay momentos que parece que hace millones de grabados, y de esa prole innúmera ha elegido los penúltimos y alguno que otro de los anteriores y los presenta en el Museo de Arte Contemporáneo de Sevilla. No. No le basta con amontonar el trabajo, pasarlo a su galerista, enseñarlo a un puñado de amigos, o ponerlo a disposición de lo que puedan «producir» para alivio de entuertos e injusticias que a muchos de los suyos les viene cayendo con machacona insistencia en los años justos que él lleva de vida. A Cortijo le gusta ver sus grabados puestos en marcos de moldura «trabajada», unos junto a los otros, en una sala grande, mayor que los cuartos de su casa, y que la gente vaya por allí, bueno, sobre todo sus amigos y enemigos más cordiales –porque esto de la cordialidad es cosa de mucha importancia- y yo diría más, hasta me atrevería a escribirlo aquí, y apuesto a que no me equivoco: a Paco Cortijo si le gusta hacer esta exposición es para que la vean Ana Mérida Maestre y Bernabé Cortijo Gómez.

Observen la exposición de aguafuertes de Cortijo y verán las cosas que a él le interesan: con Ana Mérida, mujer de su casa, y Bernabé Cortijo, barbero, están Fernando Palomo Cantalejo -muy repetido también-, Francisco Manzano y Rafael González Sandino, y muchos fantasmas íntimos más, enmascarados, aunque en alguno, a lo peor, si levantáramos la máscara podríamos ver seres no afectuosos, sino odiosos, o al contrario, ¡podría aparecer de nuevo la humanidad dentada de Fernando Palomo Cantalejo!, o quién sabe, Federico Jiménez Ontiveros, que en esta exposición no está, o, incluso, pudiera ser que detrás de alguno de los mejores de esa serie lo que surgiera -lo estamos esperando- sería la cabeza pulcra de Pepe Garrido, amigo entrañable e impar, el seguidor número uno de los Grabados de Cortijo. Y afectuosamente presente está, en toda la exposición, la memoria de Fernando Tudela Goig.

Cortijo es tradicional en su trabajo. Decía José María Moreno Galván, que también «pertenece» a Cortijo, hablando del pintor, que «la tradición es la reincidencia en un problema …mientras ese problema continúe vivo». La tradición de la pintura de Cortijo está no sólo en consideraciones estilísticas, sino y principalmente en los problemas vivos en el propio autor, en su medio, su familia, sus amigos, su ciudad, su casa de aquí o de allá, que le conmueven íntimamente, que le afluyen a su cabeza, a sus manos y se hacen cuadro o grabado frenéticamente elaborados, volcando el oficio, aun cuando los dentellones, las manchas, los diversos niveles de «acabado… presentes en la obra, todo tan antiacadémico -obviamente-, engañe o desconcierte a quien sólo se quede en la cáscara y no vaya a la nuez. En la elaboración, en el proceso de trabajo, en las posibilidades que dan las técnicas dúctiles e inmediatas de la pintura y el grabado – que no su dibujo, tan encadenante en «tempos, nada cortijianos»- radica la cualidad expresiva de Cortijo.

El propio Moreno Galván se preguntaba hace poco, al final de un enjundioso y típico razonamiento «a lo Moreno»: «¿«Realista», Cortijo? Sí, pero «dentro de un orden». Dentro del orden de la expresividad, dentro del orden de la contradicción». ¿Y no vale lo mismo decir que Cortijo es «realista», pero por mor del orden de su expresividad surgente del desorden natural de sus acendradas y campantes contradicciones? Porque para Cortijo pintar es cosa propia de «apetitos desordenados, que es como, si mal no recuerdo, nos definía Ripalda a los vicios».