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El nacimiento de Adriano. Pinturas Real Alcázar de Sevilla 1991

 



Dedicatoria

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Mi agradecimiento a cuantas personas me han ayudado a realizar esta exposición y muy especialmente a Víctor Pérez Escolano y a Antonio González Cordón

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¿Y tú de quién eres?

A.M.C.
Madrid, Abril 1991

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1975. La muerte del Dictador marca el principio de una crisis que afecta especialmente a las generaciones que lucharon contra el franquismo. Para muchos no fue fácil volver a una vida “civil” que la mayoría, para su edad no había tenido nunca. Creados los canales democráticos para la reivindicación política y social el activismo clandestino no tenía razón de ser.

Había llegado tarde el tiempo para existir.

1991. Paco Cortijo ha conseguido reelaborar su realidad tras quince años hurgando en una herida permanentemente abierta, desmenuzando las sensaciones para elegir aquellas que le transporten a sus principios de pintor. El perfil de una muchacha le hacia vibrar; aquel torso de piedra toscamente labrado, mas parece por la intemperie que por la mano humana, le permite sentir como el niño que pintaba en el Alcázar con sus compañeros de clase de paisaje. Un olor, un rayo de sol,… cualquier cosa que le permita saltar en el tiempo para recuperar en que fue y a partir de ahí empezar una nueva vida (al menos en la pintura y, en lo que cabe, también en lo demás).

Son quince años muy duras de lucha contra ese pintor ya maduro y establecido que aquel niño de la calle Feria había creado dentro de sí. Años en un principio de rechazo, de despojamiento, de desprecio incluso, de dolorosa ironía. Un segundo periodo de recuperación, de repetición, siempre, y cada vez más, de extremado rigor. Y por fin, recientemente, comienzo de la creación de una nueva obra, que como era lógico esperar, retoma unas cosas de los años oscuros de la transición, otras de los años puros de la infancia, otras de los anteriores a la crisis, y van a dar una obra que paradójicamente es lo que siempre ha sido la pintura de F. Cortijo: pintura “existencial”. Reflejo de su vida personal, que está formada de su vida íntima (sus sensaciones más puras, muchas veces abstractas), sus personas cercabas (antes sus padres, luego su mujer y sus hijas, ahora su nieto/fetiche Adriano) y su visión crítica de la realidad (retoma la crítica social que ya marcó la etapa más extensa de la pintura de F. Cortijo).

Así pues, quiero considerar esta exposición como ese último/primer aliento que había que inspirar para coger fuerzas y lanzarse a la conquista del Paco Cortijo nuevo/vejo que conocerán sus nietos.

Entre la Realidad y el Deseo, el niño y el pintor.

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Los "Cortijo" de Paco Cortijo

Roberto MESA

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No es fácil escribir sobre la obra de un amigo. Sin embargo, es algo que debe hacerse y con mayor conocimiento y comodidad que cuando se habla de un simple conocido en nombre del compromiso académico o social. Los amigos, ya se sabe, están para poner bien, por las nubes, a los amigos… que se lo merecen. Pero si este amigo es pintor las cosas se complican y las líneas no son fluidas. Por lo demás, este pintor amigo o amigo pintor no gusta que de él y de su obra traten los críticos; profesionales a los que, por cierto, odia o desprecia afectuosamente, según los casos, como les ocurre a todos los creadores. Así que, a buen seguro, amistad y no profesionalidad son los dos criterios responsables de que yo ponga mi nombre al pie de estos párrafos. La amistad puede que oscurezca el juicio; pero no está demostrado que la profesionalidad, la crítica, lo haga puro y ecuánime.

¿Quién es y que hace el pintor Francisco Cortijo? Es imposible tratar su nombre sin poner por delante el oficio, porque éste es el que ha hecho y sigue haciendo a Francisco Cortijo. Cada uno de nosotros tenemos una imagen diferente, pero viva y real, del otro, del que nos es próximos. Son varios, muchos, los Cortijos que tengo en mi memoria y en mi recuerdo. Casi cincuenta años, ya medio siglo, es un tiempo que para cualquiera, por simple que sea, se mantenga inalterable. Hay, en el pasado, que ya siempre será presente, un muchacho, casi un niño, vecino de la sevillana calle Feria, frente por frente con la Iglesia de San Juan de la Palma, alumno en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, que dibuja infatigablemente y que vende y malvende a domicilio unas ceras, hoy casi olvidadas, continuamente paisajes urbanos, con cuyo precio comprar óleos y telas. Es un Cortijo, con la fuerza de la edad en la boca, que busca y que se busca en una ciudad pequeña y agobiante. Más de uno ha escrito del sevillanismo de Cortijo, que si Zurbarán y sus bodegones, que si Velázquez y sus pinceles, que si este tópico y el otro, pero la verdad es que el paisaje plomizo de los años cincuenta era el de una ciudad levítica, cerrada de castas y de clanes, sin ningún sentido salvo el de la autosuficiencia y el engreimiento. Seguía valiendo aquello tan desgarrado de “Sevilla y su verde orilla”. Este pintor adolescente, que ya se hace, es también figurinista y decorador en representaciones teatrales e insólitas de Giraudoux, de Valle-Inclán, de Saroyan.

En el año 1957, Paco Cortijo, que tres años antes ya había expuesto, por primera vez, en solitario (Club La Rábida de Sevilla), marcha a Madrid para servir al rey, aunque no hubiese monarca pero sí Corte de los Milagros. En aquel Madrid dominado estéticamente por el Paso, Cortijo, con la carpeta vendedora de dibujos bajo el brazo, conoce gente y también alguna persona que otra con la que discutirá interminablemente. Su mayor placer es el de la discusión. “¿Qué tengo que pintar?”, pregunta maliciosamente Paco Cortijo. “Lo que quieras”, le contestará José María todavía más cazurro. Porque, al fin y al cabo, como alguno ya ha escrito, Cortijo pintará siempre lo que quiera, lo que le dé la gana.

Aunque esta opinión, tan tajante, está muy lejos de la realidad. En aquellos tiempos, finales de los cincuenta y comienzos de la década prodigiosa, ¿por qué?, primero en París y luego en la madrileña calle de Reina Victoria, imperan los vientos, que no la moda, del realismo social. Paco Cortijo, como cualquier hijo de vecino y como cualquier hombre de su tiempo, quiere vivirlo con toda la plenitud. Firma grabados y firma manifiestos. Es el instante, 1963, de la Exposición de Estampa Popular en la Galería Quixote. Este Cortijo, siempre dibujante y pintor, grabador de oficio y ceramista ocasional, se encara a rostros severos, ásperos, tristes, rebeldes; aunque de vez en cuando, para confusión del crítico, asome la jeta de un torero o la vera efigie de un cura en buena compañía de su ama. Aquel mismo año, también en Quixote, aparecerán los bodegones, con los que casi disfruta más componiéndolas que pintándolos, buen motivo para la invocación zurbanaresca, y dos años después, entre desoladas primeras comulgantes fellinianas y bien amadas, algún que otro cestillo de mimbre con unos claveles, que, cómo no, dejarán sin aliento y sin rumbo a los críticos apostadores del realismo, del socialismo y de todo ismo ocasional.

Francisco Molina, hombre que sabe de pintura y que sabe de nuestro pintor, escribía allá por 1977, en el catálogo de una exposición de cerámicas: “Paco Cortijo, al igual que los pintores antiguos, lo que hace continuamente es mentir, mentir descaradamente, porque no emplea la vida en lo que hace, sino que produce vida en esas cosas que hace”. Esta verdad, como todas las verdades, sólo lo es a medias. A Paco Cortijo, más que mentir, lo que le gusta es engañar a los que ignora o a los que desprecia; en estos casos, sus desdén raya con la crueldad. Sin embargo, Paco Cortijo pintor nunca se engaña a sí mismo. Sabe, para continuar con Francisco Molina, que puede correr el riesgo de mentirse en y con lo que hace, que aquella verdad de aquel momento se le acaba, que hay muchas verdades y demasiadas imposturas.

Paco Cortijo tiene una verdad, su verdad, entre 1970 y 1980; aunque las cronologías y las fechas sean ortopédicas, unas muletas para andar entre los hechos. Ha llegado a lo que por cierto ya tenía desde su balcón de la calle Feria; eso que los críticos llaman el dominio de la técnica y que algunos, con mejor buena voluntad que entendimiento, llevó a calificar a Cortijo de infatigable artesano; sin saber dónde acaba el elogio y dónde empieza el insulto. Victor Pérez Escolano, otro buen conocedor de nuestro hombre, escribía hace más de catorce años: “Francisco Cortijo Mérida, pintor, sencillamente pintor, es plenamente consciente de los límites de su trabajo, de los límites de su añejo oficio de para qué sirve lo que hace”. El problema surge cuando, sabedor de su oficio y de sus límites, Paco Cortijo empieza a preguntarse para qué sirve lo que hace.

Son los años, otra vez, de regreso a Sevilla, a Alcalá de Guadaira, de intentos de grupo y taller; porque, aunque como advierte Andrés Amorós, Paco Cortijo es “un lobo estepario bético”, este lobo no está hecho para vivir en solitario, sino en camada. Es un lobo que escoge a sus amigos y a sus compañeros, labor en la que es radicalmente selectivo y otra vez, por qué no, cruel con los que él estima traidores a la amistad o simplemente volubles. Son estos años de soledad consigo mismo y con sus retratos, siempre los mismo y siempre diferentes, bordeando cada vez más peligrosamente los límites de lo posible y, en ocasiones, fronterizo con el pastiche. Paco Cortijo, ahora, en aquel tiempo crítico, en el que no expone o muy escasamente, ya no repetirá su “¡Vamos a triunfar en vida!”.

Y Paco Cortijo, en este laberíntico tejer y destejer, al inicio de los ochenta, abandonará otra vez Sevilla, para regresar a un Madrid que le atrae y le repugna, para hacer cara al dilema entre comodidad/confort y ruptura/riesgo, no tan fácil de abordar cuando los críticos de marras ya lo tenían catalogado y disecado con sus fichas museísticas. Por fin encuentra aquel grupo de jóvenes aprendices que siempre ha perseguido en el más de centenar de alumno de la Facultad de Bellas Artes, desde 1982 hasta el día de hoy, en que es profesor y doctor (sí, el mismo Paco Cortijo).

Ahora, aquí en Sevilla, en 1991, dirán las crónicas que llega otro Paco Cortijo. Y casi todos se quedarán contentos. Es la repetición del juego de la verdad y de la mentira. En realidad ¿qué ha pasado? ¿Quedaron atrás los bodegones, los retratos y Lola, antes los padres, luego las hijas? ¿Desapareció la Academia? ¿Qué fue de las reglas? ¿Dónde el artesano y para qué el oficio? son muchas las preguntas y, quizá, todas superficiales. Lo que no impide, en modo alguno, su formulación.

Más de un experto en Cortijo, arranca, sitúa la fecha crítica, en aquella noche triste andorrana, en la que el pintor vivió en la frontera incierta entre el más acá y el más allá. Es posible, casi seguro, pero también hay más. Hace tres años, Victor Pérez Escolano, exclamaba: “Cortijo ya solo se pinta a sí mismo”. Lo cierto es que el Paco Cortijo socarrón, siempre preguntando como si solo hablase con interrogaciones, se ha construido, desde siempre, una imagen estudiada de sí mismo y encarnizadamente defensiva de su entorno. El Paco Cortijo de tertulia, madrileña o alcalaína, de tertulia siempre organizada y dirigida por él mismo con un fin concreto, esconde otra verdad, igualmente real. Oculta al otro Paco –Cortijo, “sólo el silencio, la soledad, la monotonía, el aburrimiento” (como dice A.M.C., que tiene razones para saberlo), que está a punto de llega a los “límites de su trabajo”. Han sido años duros, tensos, dramáticos, entre la rutina y la búsqueda; años de vacío, pero también de trabajo constante; años de ansiedad, de estudio, de contemplación de la obra de los otros. Siempre interesado por los pintores, aunque aquello no fuese pintura. Momentos inacabables en los que el Cortijo oculto podía y vencía al Cortijo público, al profesional seguro.

Y pasó lo que tenía que pasar, aunque no se contaba con todas las garantías. Sucedió, ha sucedido, que Paco Cortijo rompe con sus propios límites y pasa al otro lado del espejo. Ahora, salen a colación nuevos y viejos nombre: Matisse, Cézanne, Morandi. Sus motivos tendrán los críticos; pero uno, que no lo es, piensa que se trata del recurso, posiblemente autentico, poco importa, siempre fácil y cómodo. Lo que importa es que Paco Cortijo ha salido del agujero sin fondo, después de mucho tiempo de trabajo duro y, frecuentemente, doloroso. Algunos afirmarán que se ha impuesto, otra vez, su profesionalidad, tan fuerte y tan fuera de discusión. Con el oficio, un buen artesano siempre recupera la luz y recobra el color. Una manera, igual que cualquier otra, de superar una mala época que estaba durando demasiado. Ordenadamente, todo, retratos y bodegones, retornaba a su lugar natural y apacible.

Pero es que, de pronto, ha surgido lo inesperado: Adriano. Habría que conocer muy a fondo las tripas mentales y los recovecos sentimentales de Francisco Cortijo para encontrar una explicación lógica a situaciones que no tienen por qué ser racionales. Los amigos del pintor, los que venimos con él desde muy lejos, desde hace medio siglo, nos veníamos murmurando en voz muy queda: Qué pena, con lo bien que lo hace y… No sabíamos, no podíamos saberlo, que este tenía y tiene un nombre: Adriano.

Paco Cortijo, con Adriano, es ahora el color, la luz y el oficio y la imaginación. ¿Cortijo imaginativo? En ocasiones, la palabra más peligrosa que la propia pintura. Imagina no es solamente fabular, inventar, soñar; es mostrarse a los demás como uno es o como uno quisiera ser. La imaginación rechaza lo fácil, huye de la convención.

Cierto, dirán los entendidos, que en las ultimas pinturas de Cortijo no se habría llegado sin toda su obra anterior. La afirmación roza la estupidez. ¿Podrán, los eruditos, averiguar porqué y cómo se da el salto? Quien lo sabe es Paco Cortijo y se lo está diciendo a su nieto, a Adriano, y a todos los que quieran y puedan ver, con sus últimas pinturas.

Lo más apasionante de toda esta aventura es que Paco Cortijo, siempre tan recatado en su mirada, ha perdido el pudor y proclama lo que algunos sospechábamos, pero nunca tuvimos muy claro. Que ha Cortijo le gusta conversar con Picasso y recordar a Picabia, mientras sostiene a Adriano en sus brazos. Que recuerda, no podría ser de otra forma, todos los paisajes de su niñez sevillana. Que se emborracha con todos los colores que ama para enmarcar a su nieto. Pero que tampoco olvidaba sus obsesiones de toda la vida, aunque se escondan en un rincón o no estén más que abocetadas. Ahora, cada instante tiene su tiempo, ni antes ni después, Paco Cortijo descubre el mundo para contárselo a Adriano.

Paco Cortijo, por fin, ha conseguido ser el pintor que siempre soñó.

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Real Alcázar de Sevilla

Área de Cultura. Ayuntamiento de Sevilla. Dentro del programa «Cita en Sevilla»

Imprime: Talleres gráficos de Antonio Pinelo

Comisario: Francisco Molina

Colaboradores: Juan Carlos Salvatierra y José Manuel Colmenero

Fotografías: Michael Zapke

Seguros: Caser

Transportes: Tranresa

Iluminación: Fructuoso Espinosa

Diseño catálogo: Francisco Molina

Fotomecánica: Agudo, S.A.

Fotocomposición e impresión: Imprenta A. Pinelo

Abril y mayo 1991