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Obra 1955, diciembre

Bosco Alarcón, J.J.

Libélula, nº 8, diciembre de 1955

Entre el silencio y la pedantería, difícil es moverse con desenvoltura para hacer la historia de un pintor que no la tiene, porque es joven porque sólo con el futuro cuenta, porque sus obras son como un anticipo o una promesa. Difícil también evitar la parcialidad que nace de la convivencia, para lograr un juicio desapasionado y coherente. En tan precario equilibrio trataré de mantener estas notas.

En todo pintor hay un símbolo primario, reflejo de su alma en las cosas, que unifica y dota de sentido a su obra toda. Aun con el riesgo de incurrir en ligereza, se puede diagnosticar la rebeldía como gesto primordial de las cosas en el mundo de Cortijo. Lo feo, lo inusitado, lo proscrito, lo que “cae fuera”, lo prohibido… todos sus temas pasan al lienzo en un acto rebelde. Pero incluso lo que por sí no tiene este sentido, los asuntos en apariencia más inocuos, una mujer, una silla, una botella, alcanza dimensión de rebeldía, que determina transformaciones, deformaciones casi dolorosas en las figuras y que sólo con grandes reservas pueden atribuirse a un simple afán de estilización. (Digamos de paso y en apoyo de esta idea apuntada, que a veces algún trazo caprichoso nos hace pensar que sólo está allí porque es “anti-académico”). Partir de su época de Academia y de su posterior reacción contra ella es tal vez la mejor forma de adentramos en este mundo cortijiano de intuiciones deslumbrantes y asombrosas ingenuidades. Los colores fríos, los colores cálidos, el claroscuro, la veladura, el “sfumato”… el oficio, en suma, a la manera inefablemente anacrónica en que aquí se entiende, es la parte de herencia que del “rico legado artístico de Sevilla” recibió Cortijo de manos de sus profesores. Más tarde unas charlas con los amigos, unas reproducciones apenas entrevistas, la audacia teórica de algún profesor, le revelan una pintura desconocida, una pintura que se puede vivir sinceramente, que sea capaz de llenar el vacío inmenso de la vocación. Aquí tomamos ya contacto con el presente. Cortijo descubre el valor del negro, que aprieta las figuras, que enmarca la composición en planos muy densos. El dibujo abandona las líneas inexpresivas y frías del academicismo y se lanza a deformarse en la prosecución de un ritmo que constituye el alma verdadera del cuadro.

Lo demás es obra y gracia del color. El color necesita superficies amplias en que Pueda vibrar puro. Los colores que hay que poner en una mano, dice, no caben en el tamaño que la naturaleza ha dado a las manos. Y hace unas manos grandes, obsesivas, manos arquetípicas, manos de hombre de la prehistoria. Nonell huía de las manos porque le estorbaban; acudía siempre a cualquier artificio para ocultarlas en sus cuadros. En los de Cortijo se observa el fenómeno inverso: son ellas las que se adueñan del interés, las que encauzan la expresión, las que aportan un sentido a todo el cuadro. Son las manos más auténticas que he visto en pintura. En armonía con ellas, el resto de la figura se agiganta. Ya tiene sitio para brillar el naranja que luego será rojo, junto al verde que acabará en negro. El color juega siempre en el plano, en dos dimensiones, destruyendo la perspectiva. No existe claroscuro (refugiado a veces en un trazo negro que envuelve la figura) ni efectos de volumen o de luz en la pintura de Cortijo. (…)

En los cuadros de Cortijo se crea un espacio dinámico, un espacio virtual, originado en el movimiento que inician los colores, en yuxtaposición violenta, y acentuado en el ritmo lineal. La expresividad de este espacio pictórico es lo que enlaza casi milagrosamente su obra, asilada, espontánea, despreciada, con los mayores logros de la mejor pintura europea de los últimos tiempos.